Hace unos días, me preguntaron
por el blog.
“No se me ocurre nada sobre lo
que escribir” contesté.
Pero esta noche, de repente se me
ha ocurrido algo; voy a tratar sobre la gente que es imbécil. Voy a dedicarlos
una parrafada. Aclaro que no porque me haya pasado algo en concreto durante
estos días.
Para empezar, creo que hay
demasiada gente quien está coronada con motivos más que suficientes con este
adjetivo y con tropecientos mil más de la misma especie y género.
Ayer mismo, le pregunté algo a un camarero de un restaurante y solo con el “dime” que me echó con esa cara de perro
mohíno, ya me dieron ganas de arrancarlo las gafas y escupirle en los ojos.
Qué culpa tendremos nosotros de
que un día pillemos a uno o a una con el All-Bran sin catar, amargor en los esfínteres y nos salte con una
frasecita de esas suyas brillantes.
Porque días malos tenemos todos,
podemos ser menos simpáticos, podemos estar más callados, más en off, podemos
tolerar nada y menos las tonterías, podemos echar miradas asesinas y dejar
escapar frases inadecuadas…pero claro, solo el que es borde y áspero desde que
nació, tiene ese don de saber ser subnormal las 24 horas del día. Y ya, cuando
le da envidia algo, o cuando no comparte tu opinión...más vale que eches a
correr por la era (o por donde te coloque en ese momento) o te pongas un traje
antidisturbios. Porque esta clase de seres, son todopoderosos en lo que a razón
se refiere. Llévalos la contraria, que te juegas el pescuezo.
Y además es que se creen
graciosos cuando tienen una frasecita de esas faltonas, de las que van cargadas
con misiles con el único fin, de conseguir en la gente de alrededor una
risotada al unísono y así dejarte a la altura del betún. Hay que ver, que poco
valen por sí mismos que tienen que usar a los demás para conseguir algo de
atención.
Tienen auto licencia para todo
oye, no se cortan ni con cristales, allá donde estén y con quien estén, ataque
directo por el artículo 33. Y no hay dolor; zis zas.
Esas contestaciones gratuitas
afiladas como las tijeras de una pescadera, esas caras de asco rancio, esos
gestos ácidos como un pomelo…qué horror de vida de verdad. Qué negrura oye.
Tú que vas a preguntar si tienen
ese modelo de zapatos en tu número para la boda de tu prima y sales de la
tienda prefiriendo ir con tu modelito ideal y las alpargatas con cuña que usa
tu abuela para estar en casa. O le pides a un camarero un par de cañas y te las
planta en la mesa con un “geromo” como si le hubieses pedido que se fuese a
Tomelloso de rodillas. Y ya, si pillas a una dependienta de Zara a última hora descolocándole
esa estantería ya ordenada a escuadra y cartabón…ya puedes tener buen seguro
médico porque te pueden reventar los tímpanos de los “cagamientos” en tu puto padre,
tu madre, tus muelas, molares y premolares, tu familia y todos los evangelios.
Estoy recordando un pequeño
enfrentamiento una vez a la salida de la guardería con una joya de estas. Os lo
voy a contar.
Una mañana, dejé mi coche en
doble fila a menos de dos metros de la entrada principal de la guardería.
Todos los niños comenzaron a salir a la hora de siempre.
Comencé, comenzamos, a oír el “pi pi pi pi”. Me di la vuelta, vi a la mamá
desequilibrada en cuestión y le dije: “está saliendo mi hijo ya, en seguida
quito el coche. Perdona”.
Y la tía, que era más lerda de lo que pensaba a parte de
sorda como la madre que la ha parido, dale que te pego (con su niña dentro del
coche) “pi pi pi pi pi”. Ya esta vez, con mi hijo de la mano dirigiéndome al
coche que repito, tenía a menos de dos metros. Al pasar por su lado le dije:
“ya voy, lo siento, no toques la bocina más”.
Pues oye, la anormal de ella que nada, debió de ser que entró en bucle y
ya no sabía hacer otra cosa. Y venga “pi pi pi pi pi pi” y yo, encendiéndome
por segundos mientras abrochaba el cinturón de la sillita del niño. Hasta que
en medio de la pitada, se me inflaron de tal manera, que le dije al peque
“cariño, ahora viene mamá”. Me dirigí a la ventanilla de la mamarracha esta y
la conversación fue la siguiente:
Yo: “Perdona, te he oído desde que has empezado a pitar. Te
he pedido disculpas y no he tardado ni tres minutos. Estás viendo que estoy
montando al niño en el coche, que le estoy abrochando el cinturón y sigues dale
que te pego montando una escandalera. En seguida me marcho, no tengo pensado
quedarme a vivir aquí.”
La pitera: “Es que
no sé por qué no has aparcado bien. A mí me estás molestando y por eso te he
pitado, para que te quites.”
Yo: “Venga, otra vez, a ver si lo coges. Que te he oído la
primera vez. Me has visto coger al niño bla, bla, bla. No he tardado a penas.
Deja de tocar la bocina por favor.”
La pitera: “Es que
parece que no me has visto porque no has quitado el coche y sigues ahí.” (Todo esto con el mítico tono
de voz en plan áspero como el esparto).
Yo: “Mira tía, no
estoy ahí, ahora estoy aquí hablando contigo. A ver si te relajas echando un
buen polvo esta noche porque créeme que lo necesitas, eso, si tu marido tiene
los huevos de arrimarse a una tarada como tú porque a mí, me daría miedo.”
Y dejó de tocar la bocina.
El caso es, creo, que a pesar de que yo le contesté, la
mayoría de las veces es infinitamente mejor ignorar a esta clase de gentuza que
solo se dirige a ti con el único fin de ofender, faltar, insultar etc., etc.,
etc. Porque cuanto más ignoras, menos les das lo que buscan y menos les
satisfaces.