viernes, 20 de julio de 2012

De gente poco agradable



Hace unos días, me preguntaron por el blog.
“No se me ocurre nada sobre lo que escribir” contesté.
Pero esta noche, de repente se me ha ocurrido algo; voy a tratar sobre la gente que es imbécil. Voy a dedicarlos una parrafada. Aclaro que no porque me haya pasado algo en concreto durante estos días.
Para empezar, creo que hay demasiada gente quien está coronada con motivos más que suficientes con este adjetivo y con tropecientos mil más de la misma especie y género.
Ayer mismo, le pregunté algo a un camarero de un restaurante y solo con el “dime”  que me echó con esa cara de perro mohíno, ya me dieron  ganas de arrancarlo las gafas y escupirle en los ojos.
Qué culpa tendremos nosotros de que un día pillemos a uno o a una con el All-Bran sin catar,  amargor en los esfínteres y nos salte con una frasecita de esas suyas brillantes.
Porque días malos tenemos todos, podemos ser menos simpáticos, podemos estar más callados, más en off, podemos tolerar nada y menos las tonterías, podemos echar miradas asesinas y dejar escapar frases inadecuadas…pero claro, solo el que es borde y áspero desde que nació, tiene ese don de saber ser subnormal las 24 horas del día. Y ya, cuando le da envidia algo, o cuando no comparte tu opinión...más vale que eches a correr por la era (o por donde te coloque en ese momento) o te pongas un traje antidisturbios. Porque esta clase de seres, son todopoderosos en lo que a razón se refiere. Llévalos la contraria, que te juegas el pescuezo.
Y además es que se creen graciosos cuando tienen una frasecita de esas faltonas, de las que van cargadas con misiles con el único fin, de conseguir en la gente de alrededor una risotada al unísono y así dejarte a la altura del betún. Hay que ver, que poco valen por sí mismos que tienen que usar a los demás para conseguir algo de atención.
Tienen auto licencia para todo oye, no se cortan ni con cristales, allá donde estén y con quien estén, ataque directo por el artículo 33. Y no hay dolor; zis zas.
Esas contestaciones gratuitas afiladas como las tijeras de una pescadera, esas caras de asco rancio, esos gestos ácidos como un pomelo…qué horror de vida de verdad. Qué negrura oye.
Tú que vas a preguntar si tienen ese modelo de zapatos en tu número para la boda de tu prima y sales de la tienda prefiriendo ir con tu modelito ideal y las alpargatas con cuña que usa tu abuela para estar en casa. O le pides a un camarero un par de cañas y te las planta en la mesa con un “geromo” como si le hubieses pedido que se fuese a Tomelloso de rodillas. Y ya, si pillas a una dependienta de Zara a última hora descolocándole esa estantería ya ordenada a escuadra y cartabón…ya puedes tener buen seguro médico porque te pueden reventar los tímpanos de los “cagamientos” en tu puto padre, tu madre, tus muelas, molares y premolares, tu familia y todos los evangelios.

Estoy recordando un pequeño enfrentamiento una vez a la salida de la guardería con una joya de estas. Os lo voy a contar.
Una mañana, dejé mi coche en doble fila a menos de dos metros de la entrada principal de la guardería.
Todos los niños comenzaron a salir a la hora de siempre. Comencé, comenzamos, a oír el “pi pi pi pi”. Me di la vuelta, vi a la mamá desequilibrada en cuestión y le dije: “está saliendo mi hijo ya, en seguida quito el coche. Perdona”.
Y la tía, que era más lerda de lo que pensaba a parte de sorda como la madre que la ha parido, dale que te pego (con su niña dentro del coche) “pi pi pi pi pi”. Ya esta vez, con mi hijo de la mano dirigiéndome al coche que repito, tenía a menos de dos metros. Al pasar por su lado le dije: “ya voy, lo siento, no toques la bocina más”.  Pues oye, la anormal de ella que nada, debió de ser que entró en bucle y ya no sabía hacer otra cosa. Y venga “pi pi pi pi pi pi” y yo, encendiéndome por segundos mientras abrochaba el cinturón de la sillita del niño. Hasta que en medio de la pitada, se me inflaron de tal manera, que le dije al peque “cariño, ahora viene mamá”. Me dirigí a la ventanilla de la mamarracha esta y la conversación fue la siguiente:

Yo: “Perdona, te he oído desde que has empezado a pitar. Te he pedido disculpas y no he tardado ni tres minutos. Estás viendo que estoy montando al niño en el coche, que le estoy abrochando el cinturón y sigues dale que te pego montando una escandalera. En seguida me marcho, no tengo pensado quedarme a vivir aquí.”
La pitera: “Es que no sé por qué no has aparcado bien. A mí me estás molestando y por eso te he pitado, para que te quites.”
Yo: “Venga, otra vez, a ver si lo coges. Que te he oído la primera vez. Me has visto coger al niño bla, bla, bla. No he tardado a penas. Deja de tocar la bocina por favor.”
La pitera: “Es que parece que no me has visto porque no has quitado el coche  y sigues ahí.” (Todo esto con el mítico tono de voz en plan áspero como el esparto).
Yo: “Mira tía,  no estoy ahí, ahora estoy aquí hablando contigo. A ver si te relajas echando un buen polvo esta noche porque créeme que lo necesitas, eso, si tu marido tiene los huevos de arrimarse a una tarada como tú porque a mí, me daría miedo.”
Y dejó de tocar la bocina.
El caso es, creo, que a pesar de que yo le contesté, la mayoría de las veces es infinitamente mejor ignorar a esta clase de gentuza que solo se dirige a ti con el único fin de ofender, faltar, insultar etc., etc., etc. Porque cuanto más ignoras, menos les das lo que buscan y menos les satisfaces.